"Tener una identidad es construir una figura
en la que nuestro pasado se integre en un proyecto
renovado… A nosotros corresponde dibujar el rostro
en que podamos
reconocernos, y ver en él nuestro pasado.
Pues un pueblo tiene que llegar a ser lo que ha elegido."
Luis Villoro
Las elecciones para Presidente de la República son inminentes. Los mexicanos hemos sido testigos de un sinfín de manifestaciones políticas por parte de cuatro candidatos: radio, televisión, internet, así como prensa escrita, han sido los medios por los que cada aspirante a la presidencia ha expuesto su plataforma política. Como ciudadanos, el papel que nos atañe ante esto es el de la crítica, la reflexión y la apuesta por aquello que nos parezca mejor para el país. Sin embargo, ¿alguna vez nos hemos preguntado para qué o por qué votar? ¿Tenemos claro qué repercusión o efecto real puede tener nuestro voto? Hay un porcentaje importante de indecisos y un grupo aún mayor y más preocupante de abstencionismo. La política en nuestro país no es considerada como ejemplar, mucho menos los políticos que la representan. Este es tal vez el motivo determinante por el que numerosos ciudadanos prefieren no involucrarse en el terreno de la elecciones, y simplemente deciden no votar o anular su voto.
Cabe resaltar que, a
pesar de la existencia de un grupo importante de abstencionistas, y otro más
pequeño de electores que anulan su voto, uno de los cuatro candidatos será
elegido: no hay otra posibilidad en el sistema electoral mexicano. En las elecciones
del 2011 para gobernador en el Estado de México, hubo un 57.4 % de
abstencionismo, y es claro que existe un mandatario en esta entidad y que regirá durante seis años. Esta es una razón más para
involucrarse en decisiones que son trascendentales para los individuos y la
sociedad en general. Los sistemas democráticos contemporáneos germinan tras una
persistente lucha de los ciudadanos por defender sus derechos, y por su intervención
constante en el terreno político. Y es que la democracia no es una realidad que
se dé per se: es una esfera heterogénea
que se construye paulatinamente con el trabajo, las responsabilidades y las
exigencias de ciudadanos comprometidos con su entorno.
Esa es la razón por la
que resulta imprescindible evocar la etiología de una institución como el
Estado, saber cuál es su función y entender el porqué de su existencia.
Parecería que el Estado es una entidad atemporal, y que a los individuos no nos
queda otra opción más que asumirla como una realidad inexpugnable. Es verdad
que no se comprende al hombre moderno sin la existencia de un organismo que le
garantice seguridad y una serie de derechos para existir, pero eso no significa
que nos esté vetado calificar su desempeño.
Recordemos
que antes de que existiera el Estado como tal, se vivía en un principio de
naturaleza: la realidad del ser humano estaba constituida por el caos y la inseguridad. La imposición del más fuerte,
la transgresión generalizada y un mundo sin ley eran los antecedentes del
Estado. De ahí la necesidad de protegernos en un Estado de derecho que velase
por el respeto hacia las garantías mínimas para el desarrollo de los
individuos.
El hombre firmó un
contrato en el que cedía el poder a un organismo que, a cambio, se
comprometería a salvaguardarlo, respetarlo y darle las condiciones necesarias
para un desarrollo óptimo: estas serían, además de muchas otras, las funciones
mínimas de un Estado democrático. Sin embargo, un contrato sólo es efectivo si
se lleva a cabo bilateralmente, es decir, si cada una de las partes cumple con
la función que le corresponde. No podemos exigirle al Estado seguridad, salud,
educación, vivienda, etcétera, si no somos capaces de responsabilizarnos de una
acción primaria como lo es votar. Lo que nos hace ciudadanos, entre otros
elementos, es el acto primigenio de
decidir quién tiene que gobernar. Elegir a quién le voy a otorgar mi voto, con
quién firmaré el acuerdo de reciprocidad, y con qué proyecto de nación me implico,
es parte fundamental de esa responsabilidad.
Ahora bien, parte esencial de la democracia es aceptar que no siempre
será elegido el candidato por el que votamos, así como también es obligación
del Estado y de sus instituciones garantizar que el proceso electoral sea legítimo
y transparente. Si el Estado de derecho sobre el que se sostiene la legalidad,
la libertad y la autenticidad del proceso electoral no cumple a cabalidad con
su labor, los resultados podrían ser catastróficos.
Las sociedades contemporáneas
—cada vez más complejas— requieren de ciudadanos preparados, que comprendan que
el quehacer político es una actividad básica para alcanzar la justicia. Por
ello, es necesario que los ciudadanos se decanten por la práctica y el
ejercicio reflexivo, por ejercer un voto bien pensado, que se encuentre
comprometido con la verdad. Ese es el voto que beneficiará al país y a la
sociedad en general.
Hay que tener claro que
con el voto comienza la democracia, pero ésta no se agota ahí. Es condición
necesaria que los ciudadanos hagamos un frente común para defender dicha
democracia. El individuo aislado es un cáncer para cualquier nación. No es
posible desentendernos de lo que sucede en la polis, cada vez es más claro que para que un país crezca en todos los
sentidos, es requisito indispensable que sus habitantes busquen no sólo el
beneficio particular, sino el bien general. Ya lo afirmó alguna vez Rousseau:
la diferencia entre el hombre y el ciudadano es que el primero busca la
felicidad, mientras que el segundo busca la justicia. El ciudadano debería
inclinarse a llevar a cabo una noción plural del bien, sabiendo que de esta
manera también él saldrá beneficiado.
Resulta imperativo, pues,
que exista una ordenación madura de la sociedad civil. Una sociedad organizada
es una comunidad que comparte y desarrolla valores y objetivos conjuntos. Es
indispensable que la esfera pública tenga un peso determinante en la realidad
política de un país. Mientras los individuos estén apartados será más factible
que los gobiernos decidan unilateralmente cuál debe ser el rumbo. Participemos,
hagámonos responsables de nuestro entorno, levantemos la voz ante la
injusticia, organicémonos y cobremos fuerza en la colectividad. Un verdadero estado
democrático comienza por una acción muy simple, por un acto que está al alcance
de todos: el voto. Votemos, y decidamos en qué país deseamos vivir.
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