A PROPÓSITO DE LOS DÍAS DE
MUERTOS
Paula Arizmendi Mar
Integrante del Colectivo
Machincuepa
Twitter: @parizmar
Mi padre suele decir que nunca pensamos
realmente en la muerte, en ese concepto huidizo que evoca la desaparición de
nuestra persona. Que pensamos que nunca llegará, que a nosotros, solo a
nosotros, no terminará por pasarnos, que está mucho más adelante y que quizás,
¡quizás!, en una de esas no nos atrape. Y que cuando llega, entonces, no
estamos preparados para morir. Que nadie nos ha educado para dejar con
tranquilidad esta vida una vez que tenemos que partir al otro mundo.
Yo suelo ir en contra de lo que dice más bien por deporte:
los hijos tienden a contradecir a los padres solo porque sí, en una tonta
rebelión juvenil que nunca cesa. Y, siguiendo la regla una vez más, cada vez
que hablamos de la muerte le argumento que en el fondo no se puede educar a nadie ante
la muerte: ¿Cómo congraciarse con la idea de que en algún momento nuestra
persona, nuestra augusto yo, dejará
de existir? ¿Qué hará el mundo entonces?
¿Cómo podrá vivirse sin que estemos nosotros por allí, rondando? Nuestro
inherente narcisismo nos impide
acostumbrarnos a la idea de dejar este mundo y que no se note. Así es el ser humano, papá, y hago un gesto de cinismo en el que realmente no creo.
Mi padre siempre responde: así, hija, así.
El mundo seguirá girando, las cosas seguirán en su mismo lugar, y lo que queda,
como un carbón aún encendido, es el amor que aún calienta los corazones de la
gente amada que permanece aquí, en este mundo. Es el amor lo que nos salva, lo que permanece
de nosotros y forma un hilo irrompible con nuestra memoria una vez que nos hemos ido.Así es el ser humano, Paula, y hace un gesto de esperanza, en el que realmente cree.
Odio que tenga razón. Pero la tiene. La
única forma que encuentro válida, si es que queremos reconciliarnos un poco con
la muerte, es darlo todo para que la muerte nos encuentre sin nada, con muy
poquito que nos pueda arrebatar. Dejar el carbón humeante, encendido y
ardiente, calentar el corazón de nuestra gente más querida incluso cuando ya no
estemos aquí.
Y luego, cada año, cuando contemplo fascinada
las festividades mexicanas del día de muertos, cuando observo los minuciosos
preparativos para honrar a los que ya se han ido, me parece entonces que todo aquello
que mi padre dice comienza a adquirir un poco de sentido: recordar el amor que aún se
siente por los difuntos es lo que lleva a visitar los cementerios, a poner los
altares, a preparar los platillos que más le gustaban al muerto, a bailar y
hacer chistes y calaveras, y platicar como si aún existieran los fallecidos,
entre nosotros, aquí, ahora. Porque en México, en este pueblo de tradiciones
tan milenarias y tan mestizas, esa es la única manera que se conoce de
homenajear al muerto: tratándolo como si aún estuviera vivo, como si el calor
no se fuese nunca. Pero claro, esto no se lo diré nunca a mi padre: qué
vergüenza de hija sería si estuviera de acuerdo con él. Así que callo, y solo
en silencio me regocijo de haber nacido en un lugar así, que quiere tanto a sus
muertos, que han dejado tanto en él. Y a mi pesar, hago un gesto de esperanza , en el que termino creyendi aunque diga que no.
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