viernes, 2 de noviembre de 2012

HABLEMOS DEL DÍA DE MUERTOS (II)

 
A PROPÓSITO DE LOS DÍAS DE MUERTOS
Paula Arizmendi Mar
Integrante del Colectivo Machincuepa
Twitter: @parizmar

Mi padre suele decir que nunca pensamos realmente en la muerte, en ese concepto huidizo que evoca la desaparición de nuestra persona. Que pensamos que nunca llegará, que a nosotros, solo a nosotros, no terminará por pasarnos, que está mucho más adelante y que quizás, ¡quizás!, en una de esas no nos atrape. Y que cuando llega, entonces, no estamos preparados para morir. Que nadie nos ha educado para dejar con tranquilidad esta vida una vez que tenemos que partir al otro mundo.
Yo suelo ir en contra de lo que dice más bien por deporte: los hijos tienden a contradecir a los padres solo porque sí, en una tonta rebelión juvenil que nunca cesa. Y, siguiendo la regla una vez más, cada vez que hablamos de la muerte le argumento que en el fondo no se puede educar a nadie ante la muerte: ¿Cómo congraciarse con la idea de que en algún momento nuestra persona, nuestra augusto yo, dejará de existir?  ¿Qué hará el mundo entonces? ¿Cómo podrá vivirse sin que estemos nosotros por allí, rondando? Nuestro inherente narcisismo  nos impide acostumbrarnos a la idea de dejar este mundo y que no se note. Así es el ser humano, papá, y hago un gesto de cinismo en el que realmente no creo. 
Mi padre siempre responde: así, hija, así. El mundo seguirá girando, las cosas seguirán en su mismo lugar, y lo que queda, como un carbón aún encendido, es el amor que aún calienta los corazones de la gente amada que permanece aquí, en este mundo. Es el amor lo que nos salva, lo que permanece de nosotros y forma un hilo irrompible con nuestra memoria una vez que nos hemos ido.Así es el ser humano, Paula, y hace un gesto de esperanza, en el que realmente cree.
Odio que tenga razón. Pero la tiene. La única forma que encuentro válida, si es que queremos reconciliarnos un poco con la muerte, es darlo todo para que la muerte nos encuentre sin nada, con muy poquito que nos pueda arrebatar. Dejar el carbón humeante, encendido y ardiente, calentar el corazón de nuestra gente más querida incluso cuando ya no estemos aquí.
Y luego, cada año, cuando contemplo fascinada las festividades mexicanas del día de muertos, cuando observo los minuciosos preparativos para honrar a los que ya se han ido, me parece entonces que todo aquello que mi padre dice comienza a adquirir un poco de sentido: recordar el amor que aún se siente por los difuntos es lo que lleva a visitar los cementerios, a poner los altares, a preparar los platillos que más le gustaban al muerto, a bailar y hacer chistes y calaveras, y platicar como si aún existieran los fallecidos, entre nosotros, aquí, ahora. Porque en México, en este pueblo de tradiciones tan milenarias y tan mestizas, esa es la única manera que se conoce de homenajear al muerto: tratándolo como si aún estuviera vivo, como si el calor no se fuese nunca. Pero claro, esto no se lo diré nunca a mi padre: qué vergüenza de hija sería si estuviera de acuerdo con él. Así que callo, y solo en silencio me regocijo de haber nacido en un lugar así, que quiere tanto a sus muertos, que han dejado tanto en él. Y a mi pesar, hago un gesto de esperanza , en el que termino creyendi aunque diga que no.     
     

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